El confesionario

La costumbre de Selma y mía de sacarnos la ropa y tirarnos en la alfombra para platicar nuestras cosas y mirarnos en el espejo la empezamos en la universidad, cuando nos juntábamos en su casa a estudiar hasta tarde.

El espejo era una luna enorme, metida en un marco garigoleado de oro de hoja, que inclinado colgaba de la pared y nos servía de confesionario personal. Ahí, no éramos capaces de decirnos una mentira, ni de ocultarnos una traición —sería eso que nos hizo posponer las sesiones durante años—.

El espejo se convirtió en nuestro símbolo de la verdad una vez que Selma me hizo preguntarme por mi gusto por los hombres. Ella estaba segura de que se trataba de un engaño mío a mí misma, de una manera de mantenerme dentro del clóset de la normalidad.

Y mientras respondía —como luego se haría nuestra costumbre— con uno o dos dedos fue recorriendo mi espalda lentamente y repitiendo un inexpresivo y estúpido «ajá», que en los momentos más incómodos nos hacía reír a carcajadas.

—Tengo la obsesión de mirarle las manos a los hombres. Me gusta ver cómo las mueven, cómo las usan. Cuando escribo un relato o cuando pongo en mi diario algo que pasó, siempre tengo en mi cabeza la imagen de sus dedos más que de otra parte del cuerpo. A veces, cuando estoy haciendo fila para algo, miro a los chicos tocar sus teléfonos, hojear algún libro y los imagino haciendo contacto con mi piel.
—Ajá, claro… ¿y qué más? —paseando sus dedos y zigzagueando en mis vértebras lumbares.
—Una vez, Lulú y yo vimos una película muy vieja donde salía Julia Roberts y una chica que se excitaba de mirarle las muñecas a un hombre, un muchacho de brazos enormes.
—Ajá, ¿qué película?
—No me acuerdo qué película, pero no importa eso…
—Ajá. Claro que importa. Bueno, más o menos. Pero importaría más el nombre del actor de los brazos enormes que el de Julia Roberts.
—Me acuerdo de Julia Roberts porque es la única actriz de todos ellos que se hizo famosa. El punto, Selma, es que algo así me pasa a mí. Ese fetiche de la chica con las muñecas de hombre, grandotas y toscas me pasa a mí, pero al revés; porque los hombres perfectos de mi imaginación tienen siempre un pene pequeñito.
—Ajá, ¿qué tan pequeñito, Alicia? ¿Del tamaño de mi dedo?
Risas.
—Más pequeño, tal vez. A ver tu dedo. ¡Ay, mujer qué dedos tan grandes tienes!
Risas.
—Ajá, ¿un pene del tamaño de un clítoris promedio? ¿Uno, digamos, como el mío?
— No, no, no. Ni te apuntes. Estoy hablando de un pene, una verga chiquita.
— Ajá, un garrotito.
Risas.
—Tal cual, un garrotito. Ha de ser un cliché que he fabricado en mi cabeza. Pero tiene sentido,
—¿Qué sentido va a tener, Alicia?
—Te hizo falta el «ajá».
—Perdón, ajá. ¿Qué puto sentido tiene, Alicia, que fantasees con garrotitos?
—Mira, en mi cabeza existe un universo de hombres sensibles, que antes de sacártela te preguntan si te ha gustado, hombres que quieren saber si te han lastimado o si te has corrido también; de esos que se mueren por saber lo que piensas cuando se hace el silencio total, después de hacer el amor.

Para entonces Selma había bajado suavemente hasta llegar a mis nalgas. Las oprimía un momento como si fuesen frutas halladas en el mercado, y volvía a acariciarlas.

—Ajá, esos seres existen, Alicia; pero se llaman mujeres. Mujeres como Julia Roberts, mujeres como Lulú, como tú y como yo misma.
—No, mis hombres son algo andróginos, pero siguen siendo hombres. En ese sentido su sexo es menos agresivo, menos intimidante.
—Ajá, ven acá para cogerte y ya déjate de pendejadas.

Me jaló hacia ella, me dejé rodar en la alfombra. Metió su mano para hurgar en mi sexo y yo abrí las piernas para permitírselo. Mi única conducta activa fue acercarme a sus labios, y aspirar profundamente para meterla a mi olfato, para hacerla mía en mi memoria. Selma abrió la boca, me recibió con su lengua y la fui besando sin prisa, siguiendo el ritmo que había impuesto al recorrerme.

Al terminar mi beso, me tomó en la cabeza y la depositó en la alfombra. Me beso y me fue recorriendo delicadamente con sus labios cuello abajo; en mis clavículas, en el interior de mis axilas, bordeó mis senos uno a uno, los estrujó con sus manos mientras besaba y mordía mis pezones.

En el espejo nos hallé como en una pintura de Gustave Courbert, soñando despiertas y viviendo el sueño de ser libres, de entregarnos sexualmente por amor, por afinidad, por el hecho de estar juntas hasta la indecencia.

No supe cómo, ni cuándo se formaron en mi cabeza las ideas del hombre ideal, el hombre sensible, el del pene amigable y asible; aún hoy, años después, un hombre así me atrae y me excita, casi hasta ponerme en modo lúbrico.

El confesionario recuperó su relevancia entre nosotras cuando volvimos a encontrarnos, ya casadas y enfrentadas por las verdades de nuestras vidas; cuando volvimos a representar la pintura de las mujeres obscenas, desnudas y por un momento, absolutamente libres.

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