A veces jugábamos basquetbol en la cochera. Yo estaba en el equipo de la escuela y debía mantener mis habilidades. La miss nos había sugerido practicar en las tardes con un hermano mayor, para enfrentar una defensa más feroz, de brazos más largos y fuertes. Lo más cercano a un hermano era Gabriel, y era muy rápido y fuerte. No sé qué estaría pensando o por qué no me fijé antes, pero hasta entonces noté que los brazos le estaban creciendo. Igual que yo, estaba transformándose, pero a él no parecía afectarle.
Una tarde, llegó antes de las cinco y me encontró tirada de panza en la cama, viendo la tele. Lo invité a sentarse, y tras arrebatarme el control remoto, acomodó mi almohada y se recargó en la cabecera. Puso una serie de una preparatoria donde estudiaban danza contemporánea; le encantaba, y él fue quien la vio, porque a mí no me gustaba tanto. Yo estuve observándolo. Gabriel se estaba haciendo hombre. Pronto llegaría el momento en que no podría probarse mi ropa, ni la de su mamá. Seguramente, como decían los maestros, acabándose la secundaria todo nuestro mundo iba a cambiar.
El short de Gabriel, como todos entonces, era muy corto; y en esa posición podía verle los testículos saliéndose de sus calzoncillos. Todavía tenían poco vello pero ya empezaban a oscurecerse. Sin que se diera cuenta, me acomodé para vérselos bien, porque era de esas cosas que me podrían matar de curiosidad.
No sé porqué, pero él protagonizaba siempre las imágenes eróticas que había en mi cabeza. Jamás pensé en ser su novia, ni él me lo hubiera pedido. Era un muchacho limpio y sano, pero era hombre sólo en el exterior; y probablemente ello me daba cierta seguridad que no podría brindarme cualquiera de los chicos de la escuela. Así, fantaseaba con Gabriel besándome, sacándome la ropa metidos en una recámara elegante y oscura, de cuya ventana sólo había una luz recorriéndole el pecho, el pubis y el falo. ¡Cómo ansiaba verle el pene a un hombre! Tocárselo. No sé de dónde saqué que sería agradable —como efectivamente lo fue—, pero soñaba tener uno entre mis manos, admirarlo toda la noche y besarlo con ternura.
Me di cuenta de que Gabriel me estaba viendo, porque escandalizado gritó como vieja. Se tapó entre las piernas con la palma extendida de su mano; y entre sus carcajadas, que parecían asfixiarlo, me dijo —hasta que se hartó— que era una cochina. No creí, sin embargo, como él sorprendidamente sostuvo, que las chicas estuviéramos resultando igual de calientes que cualquiera de los muchachos.
Esa tarde no hubo práctica. Gabriel negó haber tenido una erección por haberlo estado mirando, y no quiso mostrarme su pene por más que se lo rogué. En cambió, me compartió sus miedos como nunca lo había hecho. Confesó que el líbido no lo había atacado y ello empezaba a preocuparle. Eyaculaba dormido, pero no se le paraba ni conmigo ni con nadie. Qué raro. Hasta entonces yo creía que mi amigo no tendría otra cosa en la cabeza, pero era como cualquiera de nosotras uno o dos años atrás.
La imagen del short de Gabriel nunca la pude olvidar. La he reconstruido en mi cabeza todas las veces posibles: con ese short rojo, con uno blanco; incluso lo imaginé con falda o en una playa desierta o en el sillón de la espera de mi oficina. Pero la única imagen donde no le metí la mano, fue la que sí sucedió. Tonta de mí.